Fuimos a la playa, mi esposa y yo. Hacía frío, algo raro para ser abril. Caminamos un rato buscando un par de sillas vacías, alejadas de otras personas, donde pudiéramos sentarnos tranquilos.
Me acomodé con mi libro Un millón de pensamientos, mientras ella fue al mar a sentir la temperatura del agua. El mar estaba a unos veinte metros. Se quedó allá un buen rato. Yo avancé algunas páginas. Sentía una serenidad y paz palpables, disfrutando de la arena entre mis pies y la brisa marina. Tenía una toalla que usaba como cobertor, ya que le había prestado mi suéter a mi esposa. No podía pedir más… tal vez un latte.
Justo al terminar un capítulo que hablaba sobre los beneficios de la soledad, se acercó un señor que recogía latas.
Me preguntó si yo era alguien —dijo un nombre que no entendí— y luego aclaró si era alguien que leía libros. Extrañado, porque no me había percatado de su presencia, le respondí que sí. Me preguntó de qué trataba el libro. Me sentí desorientado, ya que, a pesar de haberlo leído, no estaba preparado para hacer un resumen. Le conté brevemente: trataba sobre un yogui que recomienda la meditación, sus diferentes tipos… y que el autor también hablaba sobre la soledad.
En cuanto escuchó eso, se identificó de inmediato. Me contó que él se sentía así. Su esposa lo había dejado hacía tres meses y se había llevado a sus hijos. Había intentado suicidarse dos veces por ahorcamiento. En una de esas ocasiones, justo antes de hacerlo, un amigo suyo de Oaxaca llegó a visitarlo y le tocó la puerta. Le dije que seguramente Dios se lo había mandado. Él asintió con la cabeza, con un “tal vez”. Pienso que no lo había considerado del todo.
La conversación fluyó durante un rato. En un momento de pausa, le pregunté cómo se sentía con todo eso que me había contado. Me respondió, algo molesto, que eso ya me lo había dicho. Le aclaré que me refería a cómo se sentía emocionalmente: si estaba enojado, triste, perdido. Me miró y empezó a abrirse más.
Me contó que unos meses antes se había roto la pierna derecha y tuvo que quedarse en casa sin poder trabajar. Su esposa fue quien sostuvo todo. Muchos le dijeron que tuviera cuidado, que ella podría buscar a alguien más. Con el tiempo, notó que ella se alejaba. Cuando él intentaba acercarse, ella lo rechazaba. Decía que los libros no mentían: si una mujer te rechaza cuando te acercas, es porque ya hay otro.
Para ese momento, ya había regresado mi esposa. Algo extrañada, pero se integró a la conversación.
Él le marcaba por teléfono y ella le contestaba con frialdad. Le decía que seguía ahí solo por lo económico, que solo estaba esperando el momento para irse. Él le respondía, afligido, por qué era grosera con él.
Comentó que tenía amistades que lo querían y que se preocupaban por él. A pesar de que subestimaba lo que estaba haciendo, con un gesto de rendición en los brazos comentó que prefería eso antes que acabar en la cárcel por robo.
En ese momento, se le enrojecieron los ojos y una lágrima logró emerger. Yo también sentía un nudo en la garganta. Quise abrazarlo, pero dudé. Me dio miedo… no de él, sino de su energía, de lo que representaba. Yo también venía del alcoholismo, y temía cargar algo que me hiciera regresar. Así que me limité a escucharlo. Pero por dentro, también estaba llorando.
Él fue quien cerró la conversación. Dijo que se iba, que pronto los vendedores lo acusarían de estarme molestando. Se fue caminando, y lo vimos a lo lejos, agachado, recogiendo latas. Me quedé pensando en la imagen: como si estuviera levantando los pedazos de sí mismo. Sus fragmentos.
A pesar de hablar de sí mismo con muy poca autoestima, yo solo me limité a escucharlo. Creo que la manera de empezar a experimentar una mejora es aceptar nuestra realidad temporal e inconsciente con la que cargamos. A veces, es suficiente con escuchar. Plenamente.